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Distorsionar, destruir y volver a empezar

Para esta exposición Juan Becú (Buenos Aires, 1980) se voltea a ver el paisaje construido a lo largo de 25 años de trabajo, reencontrándose con sus huellas, sus restos, sus hitos y sus decepciones para analizar los procesos transitados en la búsqueda de su poética. Y si bien ha recorrido senderos alternativos como la escultura, el dibujo, el video y la performance, la pintura siempre ha marcado el rumbo e impuesto sus lógicas. Muchas veces se la ha matado y resucitado en este siglo pero Becú se ha mantenido leal incluso cuando la atención del campo artístico se desviara hacia otros lenguajes contemporáneos. Pero la relación no es ideal; podría describirse como una suerte de síndrome de Estocolmo. Cada día que pasan juntos en el taller lo deja completamente agotado y cargado de ansiedad por el reencuentro al día siguiente. El vínculo es tortuoso y lleno de enfrentamientos constantes; es posible sólo a través del debate: si uno propone una idea, el otro automáticamente la contradice; cuando parece que un acuerdo está al alcance, uno de los dos tira todo por la borda y se vuelve a empezar. El desapego a las imágenes resulta ser el desafío más extenuante. La imposibilidad de citar o sostener un motivo como eje narrativo da paso a que la emoción, la sensibilidad y la espiritualidad sean quienes tomen las decisiones. Así, las imágenes evolucionan en medio de estas disputas; si una figura anhela aparecer, la materia exigirá un gesto que la cubra parcial o totalmente. Si el óleo busca vagar anárquicamente, se verá forzado a insinuar siluetas que luego se fundirán con otros trazos en el lienzo. El color se convierte en un rehén, predominando en su presencia, pero siempre a la deriva de los gestos y los estados de ánimo. Un color que un día domina la composición, al siguiente puede desaparecer, ahogado por el surgimiento de nuevas tensiones.

En su serie de dibujos “Genomanías,” intenta ofrecer un descanso al pensamiento, aspirando a un automatismo informal y despreocupado. Busca suprimir el control consciente trabajando rápidamente, liberando la mano sobre el papel y restringiendo la paleta de color. No obstante, la pintura intervendrá, exigiendo que se añadan capas de óleo pastel para velar y ocultar. Becú, en un acto de resistencia, las retirará parcialmente para revelar fragmentos de las propuestas iniciales.

En la escultura buscará escapar sin éxito de la intensidad de esa relación. Pero la pintura seguirá presente dirigiendo la mano con técnicas que les son propias de su historia. Las formas van apareciendo en la acumulación del yeso sobre estructuras de madera y hierro. Un proceso similar a como se construyen los castillos de arena por goteo: vertiendo la mezcla húmeda con la mano dejando

que se escurra entre los dedos, sedimentando y creando cavidades y espacios interiores. Un dripping volumétrico con el vigor azaroso del Expresionismo Abstracto y la subjetividad introspectiva y melancólica del Informalismo.

Es en la música donde Juan encuentra un espacio donde no ha dejado que la pintura se filtre. Es un espacio social, de enlace con otros músicos y otros públicos. Y sin embargo será la disciplina que le dará una de las claves para entender su práctica en las artes visuales. Sus pinceladas, como los acordes de guitarra distorsionados por el fuzz, rompen la armonía convencional, abriendo paso a una dimensión más experimental y emocional. Si el fuzz rompe el sonido puro y lo distorsiona, Becú, a través de la superposición de colores, formas y gestos, genera tensiones entre el orden y el caos, entre la representación y la abstracción. En ambos casos, el resultado es una experiencia sensorial intensa que estimula nuevas percepciones en el oyente y en el espectador.

Joaquín Rodríguez

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