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Desde fines de los años sesenta, Nicolás García Uriburu y Luis Fernando Benedit, artistas que MC Galería reúne en esta exposición, abordaron con sus obras una preocupación por la naturaleza, acercando de forma pionera arte y ecología, con la intervención o incorporación de elementos naturales en sus producciones. Sus trayectorias tienen un origen común: se conocieron mientras estudiaban arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, trabaron amistad y desarrollaron su práctica artística de manera autodidacta paralelamente a su formación universitaria. Con la pintura ambos dieron sus primeros pasos en el campo artístico a comienzos de la década del sesenta, una década atravesada por los vaivenes políticos, por la censura, pero también por rupturas radicales en el arte. Es posible encontrar entre ellos una afinidad de pensamiento que se expandió, desde una raíz disciplinar compartida hacia una exploración artística con medios y soportes novedosos, ajenos hasta entonces al campo del arte, para indagar en una problemática ecológica y etológica que los distinguirá a partir de entonces. 

La palabra ecología, del griego Oekologie, tiene su raíz en el término Oikos, que refiere a la casa, el hábitat, el ambiente donde se desarrollan los organismos. En esta concepción, la casa no puede ser reducida a una construcción edilicia, sino que abarca a todo un territorio, a su vegetación, a los otros seres que lo habitan y permiten su existencia. “De esta integralidad compleja trata la ciencia de la ecología” sostiene la bióloga Marcela Castelo. Este desplazamiento parece haber operado en ambos artistas, desde la preocupación por los espacios habitables para el ser humano, hacia una consideración sobre el planeta como hogar común de todas las especies. 

La preocupación ambiental que puede encontrarse en sus obras tiene tanto una impronta planetaria como una raíz local. Juntos emprendieron, hacia 1961, un viaje a Perú que fue decisivo en el desarrollo de un pensamiento comprometido con la historia cultural del continente latinoamericano, que se manifestó luego en sus producciones. En el caso de Uriburu se expresó en su defensa permanente del continente como reservorio natural del planeta, denunciando la depredación de las potencias hegemónicas. Persiste en ambos un trabajo con el imaginario rural y la tradición del paisaje argentino, especialmente de la llanura pampeana. En la obra de García Uriburu se observa ya desde sus primeras pinturas hasta sus series dedicadas a ombúes y toros; en Benedit se revela a través de referencias a la historia argentina, a los pintores viajeros o la pintura de Florencio Molina Campos, así como al diseño de mobiliarios con huesos y cueros de vaca. Marcelo Pacheco calificó a este último como el más criollo de los artistas argentinos, categoría que, lejos de una expresión estereotipada o universalista, manifiesta una fuerza capaz de “fagocitar lo propio y lo ajeno, lo aprendido y lo heredado, lo nacional y lo internacional”, una fuerza fagocitaria que puede rastrearse en la ensayística nacional, desde Ezequiel Martinez de Estrada a Rodolfo Kusch, algunos de ellos frecuentados, al menos teóricamente, por Benedit. 

Con estas preocupaciones por el porvenir del planeta, hacia finales de la década del sesenta las obras de ambos artistas adquirieron visibilidad internacional, tanto por la radicalidad material de sus propuestas como por el desarrollo conceptual bajo la órbita de lo que Jack Burnham denominó “arte de sistemas”. Esta denominación, concebida por Burnham en un artículo publicado en septiembre de 1968 en la revista Artforum, tuvo pronto un impacto en el campo artístico local, particularmente en la figura de Jorge Glusberg, quien desde el Centro de Arte y Comunicación (CAYC) promocionaba la producción de obras experimentales de corte conceptual a través de esa categoría. Benedit tuvo una participación activa en este centro, formando parte de su directorio e integrando el Grupo de los Trece que emergió en su seno. Uriburu, instalado esos años en el exterior, tuvo una participación más periférica, pero exhibió en muchas de sus muestras y su vinculación con el centro fue fundamental para que en 1970 desarrollara la coloración del Río de la Plata, proceso que había comenzado pocos años antes.

En 1968 realizó su primera coloración al volcar sobre el Gran Canal de Venecia treinta kilos de flouresceína, un colorante inocuo con el que tiñó sus aguas de color verde. En una Europa todavía convulsionada por los recientes acontecimientos del Mayo Francés, que impactaba en profundas críticas hacia la Bienal de Venecia a punto de inaugurar su 34° edición, Uriburu, en un gesto anti-institucional, intervenía directamente sobre el espacio real con una acción efímera que excedía las prácticas tradicionales del arte. Esta acción, que llamó la atención de la prensa y le causó incluso la detención de la policía, marcó un punto de inflexión en su carrera: orientó su producción hacia la cuestión ambiental y dio inicio a una serie de coloraciones que realizó en todo el mundo.

Mientras tanto su compañero de estudios, Benedit, viajaba becado a Roma en 1967 para estudiar arquitectura paisajística con Francesco Fariello. Impulsado por los conocimientos de botánica y biología ahí adquiridos, y con el asesoramiento del etólogo José Núñez, desarrolló Biotrón, una de sus obras más paradigmáticas, que presentó en 1970 en la XXXV Bienal de Venecia, apenas dos años después de la primera coloración de García Uriburu en la misma ciudad. Consistía en una gran estructura de aluminio y plexiglás transparente con plantas artificiales en su interior, para ser habitada por cuatro mil abejas, que podían recolectar el polen de las flores tecnológicas o bien salir al exterior. Además de esta obra, Benedit presentó Minibiotrón, una pieza de acrílico transparente para que habiten insectos o arácnidos que permitía observarlos con detenimiento a través de una lupa. Estas propuestas habitables para seres vivos, así como la obra Fitotrón, -un ambiente cerrado para el cultivo hidropónico de plantas que fue expuesto en 1972 en el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York- junto a los laberintos y circuitos que desarrolló en esos años, se asientan en el interés por el estudio del comportamiento animal como vegetal, así como el vínculo expreso entre ciencia y arte, que pone en discusión los límites disciplinares y la concepción tradicional de la figura del autor. 

Tanto las coloraciones de Uriburu como las grandes instalaciones habitables de Benedit, dan cuenta de un aspecto proyectual en sus modos de trabajo, -sin duda apuntalado por sus formaciones en arquitectura- consecuente con las dificultades de realización, tanto en términos presupuestarios como en los vinculados a la necesidad de llevar a cabo una investigación interdisciplinar. Esto se hace evidente en el desarrollo de esquemas y dibujos proyectuales, especialmente en Benedit, imprescindible para planificar aspectos técnicos, como se observa en los dibujos que se presentan en esta ocasión, Proyecto múltiple – Mini Biotrón (1971) y Proyecto múltiple – Pecera para peces tropicales, (1971). Otros dibujos, que no necesariamente traspasaron su aparente aspecto proyectual y en donde Benedit se inclina por una elaboración más pictórica, representan animales mecánicamente articulados que despliegan con detalle los distintos elementos que los componen, como es el caso de Proyecto para una langosta articulada (1974) y Fernando Rufus – Vulgar “Hornero” (1976). Aquí, se pone de manifiesto la relación natural-artificial, pero más que como una oposición entre naturaleza y cultura o naturaleza y arte, aparece como una colaboración conjunta donde el artificio técnico actúa en favor de la naturaleza, pudiendo dar una respuesta tecnológica ante una crisis planetaria motivada por el impacto antrópico.

La conjunción entre lo artificial y lo natural, también había sido abordada por Uriburu en la exposición Prototipos para un jardín artificial en la galería Iris Clert en París pocas semanas antes de su primera coloración. Todavía centrado en la producción de objetos, presentó un conjunto de obras en placas de acrílico recortado vinculadas al mundo natural, gatos y corderos, nubes y cascadas, que componían un jardín de plástico en una ambientación de carácter pop. Ya desde entonces los animales adquirían un lugar destacado en la obra de García Uriburu que luego se sostiene en la representación de anacondas del Amazonas, jirafas en peligro de extinción, pingüinos empetrolados, osos hormigueros y vicuñas, delfines y vacas. Uriburu encontró en los animales una de las manifestaciones más destacadas de la naturaleza, que contrastó con rascacielos y construcciones célebres de la ciudad de Nueva York, como una jirafa delante de la torre espejada de Pan Am o la cabeza de una vaca junto a las Twin Towers. De esta manera, el artista denunció la oposición binaria entre naturaleza y cultura, operación moderna que, como afirma Bruno Latour, jerarquiza a la humanidad sobre todo lo viviente, reduciéndolo a mero recurso para ser explotado. En este sentido, la ciudad, expresión máxima del dominio moderno de lo humano, aparece representada en las pinturas de García Uriburu en contraste con elementos naturales, así como también elige para sus coloraciones aguas situadas en espacios urbanos, denunciando la acción destructiva del Hombre sobre las mismas. 

En la obra de ambos artistas se expresa entonces esa relación, no necesariamente opositiva, entre naturaleza y cultura. La preocupación que ambos parecieran manifestar en torno a los animales, tanto por los locales con sus tradiciones rurales e improntas gauchescas, como aquellos de manifiesta precariedad y cuya continuidad como especie está en peligro, permiten pensar -desde Benedit y García Uriburu, pero también más allá de ellos- la pertenencia a una comunidad más que humana, que tenga como motivación una preocupación por el hábitat de todos los seres del planeta, esa comunidad a la que Latour denomina “terrícolas”. Recientemente María Puig de la Bellacasa destacó que lo ecológico “entendido como la interacción interdependiente entre múltiples formas de vida, es colectivo por definición”, lo cual conlleva no sólo a fortalecer búsquedas y saberes particulares, como las propuestas de fusionar vida y arte observadas en García Uriburu sino también a una preocupación etológica, del tipo desarrollada por Benedit, que no se detiene en la observación e investigación de la conducta animal, sino que conduzca a un mejoramiento en las capacidad de vida del conjunto, humano y no humano. En este sentido, una formulación ecológica como la que puede observarse en estas obras, pero que -nuevamente- vaya más allá de ellas, exige también un fuerte compromiso ético. 

Jesu Antuña y Mercedes Claus

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