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Fuzz | Juan Becú

Distorsionar, destruir y volver a empezar

Para esta exposición Juan Becú (Buenos Aires, 1980) se voltea a ver el paisaje construido a lo largo de 25 años de trabajo, reencontrándose con sus huellas, sus restos, sus hitos y sus decepciones para analizar los procesos transitados en la búsqueda de su poética. Y si bien ha recorrido senderos alternativos como la escultura, el dibujo, el video y la performance, la pintura siempre ha marcado el rumbo e impuesto sus lógicas. Muchas veces se la ha matado y resucitado en este siglo pero Becú se ha mantenido leal incluso cuando la atención del campo artístico se desviara hacia otros lenguajes contemporáneos. Pero la relación no es ideal; podría describirse como una suerte de síndrome de Estocolmo. Cada día que pasan juntos en el taller lo deja completamente agotado y cargado de ansiedad por el reencuentro al día siguiente. El vínculo es tortuoso y lleno de enfrentamientos constantes; es posible sólo a través del debate: si uno propone una idea, el otro automáticamente la contradice; cuando parece que un acuerdo está al alcance, uno de los dos tira todo por la borda y se vuelve a empezar. El desapego a las imágenes resulta ser el desafío más extenuante. La imposibilidad de citar o sostener un motivo como eje narrativo da paso a que la emoción, la sensibilidad y la espiritualidad sean quienes tomen las decisiones. Así, las imágenes evolucionan en medio de estas disputas; si una figura anhela aparecer, la materia exigirá un gesto que la cubra parcial o totalmente. Si el óleo busca vagar anárquicamente, se verá forzado a insinuar siluetas que luego se fundirán con otros trazos en el lienzo. El color se convierte en un rehén, predominando en su presencia, pero siempre a la deriva de los gestos y los estados de ánimo. Un color que un día domina la composición, al siguiente puede desaparecer, ahogado por el surgimiento de nuevas tensiones.

En su serie de dibujos “Genomanías,” intenta ofrecer un descanso al pensamiento, aspirando a un automatismo informal y despreocupado. Busca suprimir el control consciente trabajando rápidamente, liberando la mano sobre el papel y restringiendo la paleta de color. No obstante, la pintura intervendrá, exigiendo que se añadan capas de óleo pastel para velar y ocultar. Becú, en un acto de resistencia, las retirará parcialmente para revelar fragmentos de las propuestas iniciales.

En la escultura buscará escapar sin éxito de la intensidad de esa relación. Pero la pintura seguirá presente dirigiendo la mano con técnicas que les son propias de su historia. Las formas van apareciendo en la acumulación del yeso sobre estructuras de madera y hierro. Un proceso similar a como se construyen los castillos de arena por goteo: vertiendo la mezcla húmeda con la mano dejando

que se escurra entre los dedos, sedimentando y creando cavidades y espacios interiores. Un dripping volumétrico con el vigor azaroso del Expresionismo Abstracto y la subjetividad introspectiva y melancólica del Informalismo.

Es en la música donde Juan encuentra un espacio donde no ha dejado que la pintura se filtre. Es un espacio social, de enlace con otros músicos y otros públicos. Y sin embargo será la disciplina que le dará una de las claves para entender su práctica en las artes visuales. Sus pinceladas, como los acordes de guitarra distorsionados por el fuzz, rompen la armonía convencional, abriendo paso a una dimensión más experimental y emocional. Si el fuzz rompe el sonido puro y lo distorsiona, Becú, a través de la superposición de colores, formas y gestos, genera tensiones entre el orden y el caos, entre la representación y la abstracción. En ambos casos, el resultado es una experiencia sensorial intensa que estimula nuevas percepciones en el oyente y en el espectador.

Joaquín Rodríguez

arteba 2024

Stand 33 | Sección principal | 30 y 31 de agosto y 1 de septiembre

Hotel de Paso, Oscar Bony

Orientarse es un hotel de paso

Santiago Villanueva

La orientación es una de las palabras que mejor puede guiarme para recorrer los diferentes momentos de la obra de Oscar Bony (1941-2002). Un inclinarse hacia un lado y hacia el otro, como la sensación del inicio de una caída y, al instante, la recuperación de estabilidad. Esa sensación de coqueteo, de insinuarse, de presentarse sin desarrollar, fue un comentario para cada momento: la tendencia es el lugar más contradictorio para habitar, pero también el propio de una voz que puede ser intensificada. Bony vio así un minimalismo, un conceptualismo, una pintura, una fotografía. Un modo para cada momento, vanguardia fue para él, también, escaparle a la idea de un estilo personal.

Bony hablaba de la discontinuidad en su trabajo, de un fragmento de discontinuidad. Rescataba la posibilidad de no elegir, de quedarse en el estadío de la duda, de no avanzar, de proponer y detenerse. En este sentido, su producción tendía a una idea de vanguardia pasiva, donde la llegada al punto de intensidad y concepto, eran al mismo tiempo, el momento para abandonar: naufragar en muchas direcciones a la vez. Decía que esa misma sensación era la que le producía Buenos Aires: una casa española, una construcción francesa, una del modernismo del 50, una posmoderna. La definía como un cambalache. Algo de todo esto seguramente tomó del concepto de “caos” de Luis Felipe Noé. “Yo era un salame romántico que se creía en Fontainebleau. Las fotos que muestro me emocionan de verdad, ese chico desamparado, flaquito y enojado es Bony”, dice en una entrevista con Julio Sanchez en 1993. Su palabra contrasta con la seguridad del desarrollo de su obra de finales de los años 80 y de la década del 90. La precisión de los disparos, la conceptualización objetiva en algunas de sus apariciones, contrastan con la vuelta a una imagen idealizada y romantizada del artista, que abraza y piensa alrededor de la muerte y, sobre todo, del suicidio.

Cuando Marcelo Pacheco inició su texto para el catálogo de la exposición de Bony en Malba[1] decía: “Trato de orientarme”. Parece un comienzo desde la nubosidad de no llegar nunca a una conclusión o una hipótesis clara, a una certeza que identifique un cuerpo de obra extenso, que abarca varias décadas, como una totalidad o una coherencia. Me gustaría pensar acá, en esa misma línea, su trabajo como un conjunto incoherente, que también me lleve a afirmar a la vanguardia como decepción. También pienso que la capacidad de orientarse y desorientarse fue en Bony una posibilidad de inventar un método. Las obras que ocupan los últimos años de su vida me permiten revelar algo de este método, y volver a pensar sus trabajos de las décadas anteriores.

Orientarse puede ser a veces llegar a un material concreto, a una palabra, o simplemente a una acción que se repite. En Fenomenología Queer: orientaciones, objetos, otros (2006), Sara Ahmed se pregunta: “¿Qué significa estar orientado? ¿Cómo empezamos a saber o a sentir dónde estamos, o incluso a dónde vamos, alineándonos con las características de los territorios que habitamos, el cielo que nos rodea, o las líneas imaginarias que atraviesan los mapas?¿Cómo sabemos hacia qué lado girar para llegar a nuestro destino?”. Son todas preguntas orgánicas a Bony, entre las coordenadas geográficas de un cielo, hasta la intención de encontrar un sentido objetivo a su práctica bajo la necesidad de permitirse nuevos comienzos. Ahmed habla de lo familiar como un modo de sentir el espacio y cómo se imprime en los cuerpos. Bony había trabajado algo de esta sensación en algunos de sus proyectos de la década del 60, acercamientos entre el conceptualismo y el minimalismo, pero siempre enfocados en entender un espacio. Lo familiar es la configuración del efecto de la vivencia, que mide el alcance y el contacto con los objetos. Acercarse es un modo de reorientar lo familiar. Ahmed también habla de la migración como un proceso de desorientación y de reorientación, algo que podría extenderse más allá de la obra de Bony, a los movimientos o desplazamientos entre las diferentes ciudades en las que vivió o visitó, remarcando la idea de viaje como un estadío permanente en la formación y apertura de un artista. Ese desplazamiento de cuerpos que se van y que llegan determina modos de habitar y pensar los espacios. El movimiento o la migración es la sensación de lo que no es estable, y en ese sentido podría pensarse, más allá de una localización geográfica, la obra de Bony como una práctica migrante. Ahmed refiere a ese espacio que cae: “Cuando una cosa está desalineada, no es solo que esa cosa parezca oblicua, sino que el mundo mismo puede parecer inclinado, lo cual desorienta la imagen e incluso desplaza el cuerpo.” En una obra de 1984 Bony ya había torcido el plano de un cielo pintado, que desde el ángulo inferior derecho se unía de un hilo a una pequeña barca. Así lo hizo también en una serie de obras del año 1992 y 1993, titulada Serie de memoria, donde los usos de la fotografía aparecen desde la ampliación, manipulación y puesta en escena con otra serie de objetos. Para Bony, la fotografía siempre fue el espacio de mayor seguridad para desorientarse, para perderse. Orientarse es un hotel de paso. Bony pensaba la práctica artística como un hotel de paso[2], y el artista como “artista-visitante”, donde no hay sensación de pertenencia.

El cortometraje Submarino amarillo, que Bony filma en 1965, invoca algo de la sensación de mareo propio de estar desorientado. Un grupo de jóvenes, entre los que se encuentran Pablo Suárez, Roberto Jacoby y su primito, corren desnudos por las playas de Villa Gesell sin un destino aparente, sólo como un simple juego entre sus cuerpos que evoca una despreocupación y un erotismo adolescente. La naturaleza reaparece en muchas imágenes de la obra de Bony: en sus conocidos cielos de los años 70, pero también en obras como Naturaleza muerta, de 1996, y La telaraña, de c.1998, donde los disparos se producen sobre fotografías de paisajes, posiblemente de Corrientes o Misiones. Aparece la imagen de la telaraña, que no solo puede pensarse particularmente para está imagen, sino para todos los Suicidios y Fusilamientos. La contemplación de la ausencia 3, de 1997, presenta nuevamente un paisaje de playa, donde aparecen las siluetas de tres personas. Bony interviene la imagen con perforaciones con fondo de terciopelo, generando una línea zigzagueante sobre el cielo, y confirmando su hipótesis de que los tajos de Lucio Fontana deberían haber sido horizontales, como la línea del horizonte pampeano. La obra de Bony está plagada de signos de puntuación reconfigurando constantemente la imagen, molestándola y volviéndola más receptiva.

En 1959 Franco Di Segni, artista y discípulo de Enrique Pichon-Rivi​​ère, publicó un libro muy particular para pensar la relación entre cultura psicoanalítica y el análisis de una obra de arte. En Muerte y destrucción de un cuadro de Sammer Makarius, Di Segni interviene la tela desde la presión analítica, desde la insistencia en dar vuelta, volver a mirar: arruinar con los ojos. Pienso en este libro, este método, para volver a mirar a Bony. La interpretación, la toma de conciencia, la construcción de una red de coherencia es lo que atraviesa un gesto; no el disparo, no la perforación, no el punto. Di Segni le propuso a un grupo de personas reunirse periódicamente para encontrar en una tela de Makarius, otras interpretaciones posibles que la desliguen de aspectos vinculados a la propia tradición y código de la historia del arte. La insistencia en la imagen permitía acercarse a un mismo lugar con otras palabras, donde la experiencia colectiva tomaba una forma diferente con el paso del tiempo. El fin era ensayar un vocabulario que proyecte una perforación y que atraviese el lugar común en el que podía permancer la obra.

Un disparo marca una distancia entre lo que el artista decide hacer y lo que puede provocar. Una distancia entre intención y marca. El espacio “importante” en los fusilamientos y suicidios de Bony es la trayectoria del proyectil. El borde no es el marco, sino el hecho de que las obras se puedan pensar de adentro hacia afuera. El centro de la imagen, donde la bala perfora, es el borde, y los límites de la obra son sus centros. En plural, porque construyen, variablemente, la posibilidad de contener información espacial, formal, de valor económico y de clase. El faltante es ese borde, la perforación. Lo que desaparece de la imagen es un punto, que no altera una lectura posible, solo impacta interpretaciones. Bony nos distrae con las posibles lecturas metafóricas que la repetición produce al ver su trabajo, la literalidad genera un tiempo de detención, de pausa, para pensar todas las estrategias posibles para salir de ella. El espectador que llega a una lectura personal es el que olvida la acción y el efecto para concentrarse en la distancia.

En una entrevista de 1994 con Hernan Ameijeiras, Bony confiesa que le afectó la muerte de Liliana Maresca, ocurrida ese mismo año, a pesar de que no eran muy amigos ni se frecuentaban mucho en espacios comunes. Bony fotografió su entierro, que fue como una performance, a modo de homenaje. Maresca había fallecido luego de ser portadora de VIH y de enfrentar un frágil estado de salud en los últimos años de su vida. Es un año antes que Bony comienza a realizar sus Suicidios y Fusilamientos, y el mismo año que Miguel Harte realiza la obra Aspiradores de superficie: una chapa de aluminio con una superficie de formica a su alrededor, con unos seis agujeros de los que supuraban pequeñas gotas de resina poliester. Las perforaciones sobre aluminio de Harte coinciden con las perforaciones sobre vidrio y fotografía de Bony, aunque el imaginario del primero se concentró, en los años posteriores, en el agujero como un espacio de entrada y salida, con cierto tinte sexual más que violento, como pequeños gloryholes de fantasías.

En 1996 Federico Klemm dedica uno de sus programas de El banquete telemático a la exposición Fusilamientos y suicidios,que Bony realiza en su Fundación. Klemm, entre aceleradas e interrumpidas descripciones, refiere a la vestimenta de los personajes de la obra La familia obrera, del año 1968: “Todas las clases se emperifollan de la mejor manera posible frente a un acontecimiento social, tanto como la masa obrera festejaba a Perón o cuando se presentaba frente al zar de Rusia, y más todavía para exhibirse en público, lo cual no desvirtúa su identidad social”. Klemm conecta momentos, le importa más la superficie de las cosas y es por eso que arriesga. De repente dice “Un arma en manos de un imbécil puede transformarlo en un asesino, un arma en manos de un artista puede producir un hecho creativo”. Acto seguido mira a cámara, apunta y dispara, rompiendo el lente y simulando la acción del mismo Bony. Ya sentados en el sillón del “privado”, Bony confiesa que “hace falta sentirse un niño para poder hacer cosas tremendas”, piensa en la idea de juicio y en sus obras como una situación de época: “En una sociedad que se descompone, en un fin de siglo que llega demasiado rápido, me parece necesario terminar con el posmoderno, terminar con el light, y afirmar”. “Bueno, el light está medio terminando…”, contesta Klemm. “Por suerte”, sentencia Bony. Ese mismo año, en el catálogo de la Bienal del Mercosur, se refería a los impactos de sus disparos: “Como se haya roto, así queda”. La acción de Bony tiene precisión, pero también una imposibilidad de ocultamiento; cada disparo es una marca imposible de borrar en la obra. Cuando un año después, en 1997, realiza La barrita de Quilmes y La familia del barrio, parece dispararle a su propia familia obrera. Es casi un arrepentimiento, un fusilamiento hacia el propio gesto de décadas pasadas, donde aparece el sentimiento de humillación y el abuso de poder, como remarca Pacheco. Ese año, las salas del Centro Cultural Recoleta inauguraron una exposición que cerraba también, pero de otro modo, una década repleta de consecuencias nefastas para nuestras vidas, y que veríamos con más fuerza en los años que seguían. Era “El tao del arte” de Jorge Gumier Maier, que abría mientras Bony concretaba esta serie de fusilamientos que imprimían nuevos sentidos al conjunto de su trabajo anterior, como un ouroboro que poco a poco


[1] OSCAR BONY. El Mago, obras 1965-2001. Malba-Museo de arte Latinoamericano de Buenos Aires, 2007. Curador: Marcelo E. Pacheco.

[2] La idea de “hotel de paso” surge de conversaciones entre Marcelo E. Pacheco y Oscar Bony.

Luis Fernando Benedit

Artista plástico, arquitecto y diseñador. Su obra se inscribe en las principales corrientes de la segunda mitad del siglo XX en nuestro país, especialmente en la emergencia del arte conceptual y sus derivas. Son sus temas primordiales, en primer lugar, el vínculo entre arte y ciencia, que le permite una indagación antropológica centrada en el análisis de la conducta condicionada por el medio; luego, el trabajo sobre los paradigmas de la construcción de la nacionalidad y las citas tanto de la producción plástica local como de los viajes de los naturalistas que exploraron la Patagonia.

Desde la infancia se inclina hacia el dibujo, el diseño y la caricatura. Ingresa a la Facultad de Arquitectura de la Universidad de Buenos Aires en 1956. Egresa en 1963, con un proyecto premiado. Paralelamente comienza su carrera como pintor. Sus primeras muestras lo ubican en el tránsito desde un informalismo inicial hacia una neofiguración con imágenes no exentas de humor crítico: El candidato, Prócer federal, entre otras de su muestra Nuevos rostros, presentada en 1961 en la Galería Lirolay. Allí experimenta con la combinación del óleo y el esmalte.

En 1963 se instala en Madrid, donde continúa trabajando tanto en arquitectura como en pintura. Esta última cambia hacia una expresión cercana al pop, hecha de formas sintéticas y tonos planos. En 1966 expone en la Galería Europe. Retorna al país y crea, junto a Vicente Marotta, la ambientación Barba Azul, para el Museo de Arte Moderno de Buenos Aires, combinando esmaltes volumétricos sobre chapa y ambientación sonora, con las esculturas en cemento esmaltado de Marotta. Tras exponer en la Galería Rubbers en 1967, se traslada con su familia a Roma, becado para estudiar arquitectura paisajística. Produce también objetos de acrílico pintado. Sus intereses se amplían hacia lo biológico y la posibilidad de incorporar organismos vivos en las obras.

Regresa a Buenos Aires en 1968, donde continúa su trabajo como arquitecto y artista plástico. Presenta en la muestra Materiales. Nuevas técnicas. Nuevas expresiones, en el Museo Nacional de Bellas Artes, su primer hábitat artificial. A partir de éste, sigue la exposición Microzoo, en Galería Rubbers, donde expone distintos habitáculos para plantas y animales e insectos –abejas, peces, tortugas, hormigas, gatos–. El interés en estas obras es el análisis de las conductas y su condicionamiento externo, artificial y cultural: la oposición entre naturaleza y cultura; el gesto, la deslimitación del territorio artístico, y la apropiación de materiales y técnicas de la biología, con un discurso que transgrede la pureza de los postulados de las ciencias experimentales, para volverse sociológico y filosófico.

En 1969 participa de la muestra Arte y cibernética, organizada y curada por Jorge Glusberg para exhibir diseños por computadora –el trabajo con este crítico y curador continuará a lo largo de los años–. En 1970 presenta, en la Bienal de Venecia, uno de sus hábitats más conocidos: el Biotrón, con la colaboración de los científicos Antonio Battro y José Núñez, y del propio Glusberg.

Participa en 1971 en la exposición Arte de sistemas, antesala del despliegue conceptualista 

de un conjunto de inminente formación: el Grupo de los 13, liderado por Glusberg en el

CAYC. De esta agrupación formará parte desde la primera muestra, Hacia un perfil del arte latinoamericano, en 1972, hasta la última, Grupo CAYC en Santiago de Chile, en 1994.

En Arte de sistemas (1971) exhibe su Laberinto invisible, donde el espectador circula por un recorrido regulado por un juego de espejos, sensores y alarmas sonoras. En 1972 es invitado a exponer individualmente en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. Presenta allí el Fitotrón, un sistema de cultivo hidropónico cuyos diseños son adquiridos por este museo. En ese mismo año comienza una serie de dibujos a lápiz y acuarela que imitan los estudios de naturalistas: vistas de insectos y otras especies, con notas y referencias analíticas.

En 1977 participa del envío colectivo del Grupo de los 13 a la Bienal de San Pablo; el grupo obtiene allí, no sin controversias, el Gran Premio Itamaraty.

Por esta época comienza la elaboración de una nueva serie de obras de talante conceptual, basadas en los dibujos de uno de sus hijos: Tomás, de sólo cinco años. Las obras constan de tres elementos: el dibujo infantil, su reelaboración proyectual como diseño y la concreción en un objeto volumétrico. Esta serie será expuesta, a comienzos de los años ‘80, en Los Ángeles, Nueva York y Tokio.

A partir de 1978 asume, con espíritu crítico, temáticas vinculadas a la construcción de la identidad nacional. En primer lugar, el campo –bastión de la Argentina agro-ganadera–, y sus prototipos: gauchos, ranchos, y también herramientas como la pinzas de castrar o de alambrar y los diseños para marcas de ganado.

En 1979 gana, junto a Clorindo Testa y Jacques Bedel, el concurso para el reciclaje del edificio del Centro Cultural Recoleta. En 1983 proyecta el edificio de la Galería Ruth Benzacar; en 1990, el de la Fundación Munar, dedicada al diseño.

Entre los años 1984 y 1986, su indagación sobre la nacionalidad suma temas relativos a la producción pictórica: citas y reelaboraciones de obras de Jean-Léon Pallière y de los pintores viajeros. A fines de la década despliega su interés por la Patagonia y, muy particularmente, por las expediciones de naturalistas como Fitz Roy y Darwin, en Del viaje del Beagle. Las obras, compuestas por dibujos y objetos, simulan lo expuesto en un museo de ciencias naturales.

Las noches blancas

Artistas: Juana Butler, Roberto Aizenberg, Juan Battle Planas, Marcelo Canevari, Aída Carballo, Cynthia Cohen, Sandra Guascone, Misterio Tarot (Geraldine Lanteri y Aldo Benítez), Ornella Pocetti, Xul Solar, Osias Yanov y Rosario Zorraquin.

Curaduría Lara Marmor

De noche el fuego nos ilumina (1971), Los límites del sueño (1970) y Quieto diálogo del insomnio (1968) de Juana Butler (1928-2017) nos llevan a un universo en el cual todo subyace, donde chispea el inconsciente, tienen lugar las revelaciones y lo oculto resplandece. Butler nos abre las puertas de la noche surreal, mística y extática.

En la superficie de sus pinturas puede verse el trabajo activo de la fina capa de aceite que oscurece y hace brillar en simultáneo a los pigmentos originales. Butler hizo uso del poder de la emancipación mental del surrealismo y también, al pintar, supo atravesar distintos estados de la conciencia a partir de la alteración producida por la práctica de la meditación.

Las obras del grupo de artistas que hoy dan vida a Las noches blancas nos alejan de los confines de la razón. Sin represiones psíquicas ni morales nos acercan al encuentro con producciones habitadas por el goce, el baile, la estimulación, la multisensorialidad  y los descubrimientos epifánicos que surgen por la noche.

El llamado de la noche (2024) de Marcelo Canevari, junto a Las edades (2024) de Ornella Pocetti, son pinturas sin tiempo, o más bien pareciera ser que tienen la temporalidad indeterminada de los sueños. La contemplación minuciosa de la naturaleza y también el acopio de información visual de Internet son algunas de las fuentes que dan origen a estas producciones, donde el salto entre ficción y realidad es brutal. En las obras de ella pesa la figura humana y en las de él, el protagonista suele ser el paisaje. La pintura de ambos, de manera indistinta, condensa altas dosis de hechizo y misterio, hechizo y sensualidad.

De noche para Cynthia Cohen las alucinaciones son reales. Vivac y Vivac #2 (2023) representan el momento en el que la artista participa de la apertura de portales en el norte argentino. Unos meses después, cerca del extremo antártico de la Tierra, en Chubut, Cohen recoge un manojo de piedras. Dicen que el Cuarzo limpia impurezas y que el Rubí representa la fuerza de la pasión, ¿cuál será la cualidad terapéutica de un canto negro y facetado que parece una constelación? Sandra Guascone se mueve con soltura entre los campos de la astronomía, la química y la biología; entre la vida y la muerte; la luz y la sombra; la materia viva y la que no lo está. Para materializar sus dibujos, al igual que Cohen entra en un estado de apertura sensorial en el cual recibe mensajes, dejándose atravesar por eso tan inasible llamado energía. Así nacen sus poderosos y magnéticos ensamblajes de insectos, materia astral, vegetales y animales.

Entre 2012 y 2021 Rosario Zorraquín realiza una serie de dibujos a partir de los cuales crea un nuevo alfabeto en base a una grafía automática. Estos símbolos fueron un tiempo después tallados en braille para ser percibidos en sesiones donde los invitados tenían que decodificar los signos con sus impresiones, mientras que la pintora, médium y exploradora de la materia, los traducía en nuevas pinturas. La práctica artística de Osías Yanov también se encuentra atravesada por la creación o resignificación de símbolos, muchos tomados de Xul Solar (reconocido por Yanov como el primer artista cuir productor de lenguajes). El deseo, el esoterismo y el cuidado colectivo son algunas de las claves de su práctica artística integrada por objetos, encuentros, fiestas y performances. Corazón de madera (2022) y Mitominas (2023) son ensambles donde se ponen en relación elementos autobiográficos con otros históricos y en los cuales conviven juguetes sexuales, objetos resignificados como la cuchara que, contra el imaginario tecno-heroico del cuchillo o la espada, se trata de una herramienta que no pincha ni corta, sino que contiene y traslada.

Las noches blancas se repiten en cada solsticio de verano en las regiones cercanas a los polos. Son claras y luminosas. Los crepúsculos son eternos y en ellos se entrelazan el fulgor con la penumbra. Imagino que la música que acompaña a este fenómeno es la de El Poema del éxtasis, la composición de Aleksandr Scriabin (1872-1915) sobre la que Henry Miller escribió: Tiene ese picor cósmico lejano. Divinamente ensuciado. Todo fuego y aire. La primera vez que lo escuché lo reproduje una y otra vez. (…) Era como un baño de hielo, cocaína y arcoíris. Durante semanas anduve en trance. Algo me había pasado. (…) Cada vez que un pensamiento se apoderaba de mí, una puertecita se abría dentro de mi pecho, y allí, en este cómodo nidito, se sentaba un pájaro, el pájaro más dulce y manso que se pueda imaginar. Nuestras propias noches blancas también tienen su propia música. Misterio Tarot, el dúo conformado por Geraldine Lanteri y Aldo Benítez, realizó el diseño de sonido de la sala en base a los arcanos personales de la misma Juana Butler, Xul Solar, Juan Batlle Planas, Roberto Aizenberg y Aída Carballo. Quizás lo visible está sobrevalorado, sugieren Lanteri & Benítez, que buscaron el tono sintónico de nuestras noches australes para dejar entrar a lo invisible, a otras maneras de ser, abriendo el umbral hacia nuevos sentidos.

Producción y diseño: Vanina Mouzo

Montaje: Ramón Rodríguez

Agradecemos a: Galería Nora Fisch, PM Galería, Isla Flotante, Galería Rubbers, Museo Xul Solar y Galería Ruth Benzacar.

Una comunidad de origen

Desde fines de los años sesenta, Nicolás García Uriburu y Luis Fernando Benedit, artistas que MC Galería reúne en esta exposición, abordaron con sus obras una preocupación por la naturaleza, acercando de forma pionera arte y ecología, con la intervención o incorporación de elementos naturales en sus producciones. Sus trayectorias tienen un origen común: se conocieron mientras estudiaban arquitectura en la Universidad de Buenos Aires, trabaron amistad y desarrollaron su práctica artística de manera autodidacta paralelamente a su formación universitaria. Con la pintura ambos dieron sus primeros pasos en el campo artístico a comienzos de la década del sesenta, una década atravesada por los vaivenes políticos, por la censura, pero también por rupturas radicales en el arte. Es posible encontrar entre ellos una afinidad de pensamiento que se expandió, desde una raíz disciplinar compartida hacia una exploración artística con medios y soportes novedosos, ajenos hasta entonces al campo del arte, para indagar en una problemática ecológica y etológica que los distinguirá a partir de entonces. 

La palabra ecología, del griego Oekologie, tiene su raíz en el término Oikos, que refiere a la casa, el hábitat, el ambiente donde se desarrollan los organismos. En esta concepción, la casa no puede ser reducida a una construcción edilicia, sino que abarca a todo un territorio, a su vegetación, a los otros seres que lo habitan y permiten su existencia. “De esta integralidad compleja trata la ciencia de la ecología” sostiene la bióloga Marcela Castelo. Este desplazamiento parece haber operado en ambos artistas, desde la preocupación por los espacios habitables para el ser humano, hacia una consideración sobre el planeta como hogar común de todas las especies. 

La preocupación ambiental que puede encontrarse en sus obras tiene tanto una impronta planetaria como una raíz local. Juntos emprendieron, hacia 1961, un viaje a Perú que fue decisivo en el desarrollo de un pensamiento comprometido con la historia cultural del continente latinoamericano, que se manifestó luego en sus producciones. En el caso de Uriburu se expresó en su defensa permanente del continente como reservorio natural del planeta, denunciando la depredación de las potencias hegemónicas. Persiste en ambos un trabajo con el imaginario rural y la tradición del paisaje argentino, especialmente de la llanura pampeana. En la obra de García Uriburu se observa ya desde sus primeras pinturas hasta sus series dedicadas a ombúes y toros; en Benedit se revela a través de referencias a la historia argentina, a los pintores viajeros o la pintura de Florencio Molina Campos, así como al diseño de mobiliarios con huesos y cueros de vaca. Marcelo Pacheco calificó a este último como el más criollo de los artistas argentinos, categoría que, lejos de una expresión estereotipada o universalista, manifiesta una fuerza capaz de “fagocitar lo propio y lo ajeno, lo aprendido y lo heredado, lo nacional y lo internacional”, una fuerza fagocitaria que puede rastrearse en la ensayística nacional, desde Ezequiel Martinez de Estrada a Rodolfo Kusch, algunos de ellos frecuentados, al menos teóricamente, por Benedit. 

Con estas preocupaciones por el porvenir del planeta, hacia finales de la década del sesenta las obras de ambos artistas adquirieron visibilidad internacional, tanto por la radicalidad material de sus propuestas como por el desarrollo conceptual bajo la órbita de lo que Jack Burnham denominó “arte de sistemas”. Esta denominación, concebida por Burnham en un artículo publicado en septiembre de 1968 en la revista Artforum, tuvo pronto un impacto en el campo artístico local, particularmente en la figura de Jorge Glusberg, quien desde el Centro de Arte y Comunicación (CAYC) promocionaba la producción de obras experimentales de corte conceptual a través de esa categoría. Benedit tuvo una participación activa en este centro, formando parte de su directorio e integrando el Grupo de los Trece que emergió en su seno. Uriburu, instalado esos años en el exterior, tuvo una participación más periférica, pero exhibió en muchas de sus muestras y su vinculación con el centro fue fundamental para que en 1970 desarrollara la coloración del Río de la Plata, proceso que había comenzado pocos años antes.

En 1968 realizó su primera coloración al volcar sobre el Gran Canal de Venecia treinta kilos de flouresceína, un colorante inocuo con el que tiñó sus aguas de color verde. En una Europa todavía convulsionada por los recientes acontecimientos del Mayo Francés, que impactaba en profundas críticas hacia la Bienal de Venecia a punto de inaugurar su 34° edición, Uriburu, en un gesto anti-institucional, intervenía directamente sobre el espacio real con una acción efímera que excedía las prácticas tradicionales del arte. Esta acción, que llamó la atención de la prensa y le causó incluso la detención de la policía, marcó un punto de inflexión en su carrera: orientó su producción hacia la cuestión ambiental y dio inicio a una serie de coloraciones que realizó en todo el mundo.

Mientras tanto su compañero de estudios, Benedit, viajaba becado a Roma en 1967 para estudiar arquitectura paisajística con Francesco Fariello. Impulsado por los conocimientos de botánica y biología ahí adquiridos, y con el asesoramiento del etólogo José Núñez, desarrolló Biotrón, una de sus obras más paradigmáticas, que presentó en 1970 en la XXXV Bienal de Venecia, apenas dos años después de la primera coloración de García Uriburu en la misma ciudad. Consistía en una gran estructura de aluminio y plexiglás transparente con plantas artificiales en su interior, para ser habitada por cuatro mil abejas, que podían recolectar el polen de las flores tecnológicas o bien salir al exterior. Además de esta obra, Benedit presentó Minibiotrón, una pieza de acrílico transparente para que habiten insectos o arácnidos que permitía observarlos con detenimiento a través de una lupa. Estas propuestas habitables para seres vivos, así como la obra Fitotrón, -un ambiente cerrado para el cultivo hidropónico de plantas que fue expuesto en 1972 en el Museum of Modern Art (MoMA) de Nueva York- junto a los laberintos y circuitos que desarrolló en esos años, se asientan en el interés por el estudio del comportamiento animal como vegetal, así como el vínculo expreso entre ciencia y arte, que pone en discusión los límites disciplinares y la concepción tradicional de la figura del autor. 

Tanto las coloraciones de Uriburu como las grandes instalaciones habitables de Benedit, dan cuenta de un aspecto proyectual en sus modos de trabajo, -sin duda apuntalado por sus formaciones en arquitectura- consecuente con las dificultades de realización, tanto en términos presupuestarios como en los vinculados a la necesidad de llevar a cabo una investigación interdisciplinar. Esto se hace evidente en el desarrollo de esquemas y dibujos proyectuales, especialmente en Benedit, imprescindible para planificar aspectos técnicos, como se observa en los dibujos que se presentan en esta ocasión, Proyecto múltiple – Mini Biotrón (1971) y Proyecto múltiple – Pecera para peces tropicales, (1971). Otros dibujos, que no necesariamente traspasaron su aparente aspecto proyectual y en donde Benedit se inclina por una elaboración más pictórica, representan animales mecánicamente articulados que despliegan con detalle los distintos elementos que los componen, como es el caso de Proyecto para una langosta articulada (1974) y Fernando Rufus – Vulgar “Hornero” (1976). Aquí, se pone de manifiesto la relación natural-artificial, pero más que como una oposición entre naturaleza y cultura o naturaleza y arte, aparece como una colaboración conjunta donde el artificio técnico actúa en favor de la naturaleza, pudiendo dar una respuesta tecnológica ante una crisis planetaria motivada por el impacto antrópico.

La conjunción entre lo artificial y lo natural, también había sido abordada por Uriburu en la exposición Prototipos para un jardín artificial en la galería Iris Clert en París pocas semanas antes de su primera coloración. Todavía centrado en la producción de objetos, presentó un conjunto de obras en placas de acrílico recortado vinculadas al mundo natural, gatos y corderos, nubes y cascadas, que componían un jardín de plástico en una ambientación de carácter pop. Ya desde entonces los animales adquirían un lugar destacado en la obra de García Uriburu que luego se sostiene en la representación de anacondas del Amazonas, jirafas en peligro de extinción, pingüinos empetrolados, osos hormigueros y vicuñas, delfines y vacas. Uriburu encontró en los animales una de las manifestaciones más destacadas de la naturaleza, que contrastó con rascacielos y construcciones célebres de la ciudad de Nueva York, como una jirafa delante de la torre espejada de Pan Am o la cabeza de una vaca junto a las Twin Towers. De esta manera, el artista denunció la oposición binaria entre naturaleza y cultura, operación moderna que, como afirma Bruno Latour, jerarquiza a la humanidad sobre todo lo viviente, reduciéndolo a mero recurso para ser explotado. En este sentido, la ciudad, expresión máxima del dominio moderno de lo humano, aparece representada en las pinturas de García Uriburu en contraste con elementos naturales, así como también elige para sus coloraciones aguas situadas en espacios urbanos, denunciando la acción destructiva del Hombre sobre las mismas. 

En la obra de ambos artistas se expresa entonces esa relación, no necesariamente opositiva, entre naturaleza y cultura. La preocupación que ambos parecieran manifestar en torno a los animales, tanto por los locales con sus tradiciones rurales e improntas gauchescas, como aquellos de manifiesta precariedad y cuya continuidad como especie está en peligro, permiten pensar -desde Benedit y García Uriburu, pero también más allá de ellos- la pertenencia a una comunidad más que humana, que tenga como motivación una preocupación por el hábitat de todos los seres del planeta, esa comunidad a la que Latour denomina “terrícolas”. Recientemente María Puig de la Bellacasa destacó que lo ecológico “entendido como la interacción interdependiente entre múltiples formas de vida, es colectivo por definición”, lo cual conlleva no sólo a fortalecer búsquedas y saberes particulares, como las propuestas de fusionar vida y arte observadas en García Uriburu sino también a una preocupación etológica, del tipo desarrollada por Benedit, que no se detiene en la observación e investigación de la conducta animal, sino que conduzca a un mejoramiento en las capacidad de vida del conjunto, humano y no humano. En este sentido, una formulación ecológica como la que puede observarse en estas obras, pero que -nuevamente- vaya más allá de ellas, exige también un fuerte compromiso ético. 

Jesu Antuña y Mercedes Claus

Realismos sonoros y ficciones visuales Eduardo Costa: 1966-hoy

Profesor en letras, editor, proto-conceptualista (Alberro, 2001), creador de géneros (Herrera, 2008), poeta sonoro, ficcionador de moda, periodista, ensayista, pintor volumétrico son algunos de los títulos con los que se lo ha definido a Eduardo Costa a lo largo de su carrera, coincidentemente desarrollada en tres ciudades costeras: Buenos Aires, Río de Janeiro y Nueva York desde 1966 hasta la actualidad.

Incansable es su búsqueda de nuevos caminos en el arte, este admirador de Duchamp, tiene la habilidad de encontrar sus materialidades artísticas en lo impensado: unos diálogos robados en la calle para crear la primera literatura oral, un happening fictício para un arte de los medios de comunicación masivos, un fingido e inalcanzable accesorio de oro para infiltrarse en la mass media de la moda, el propio semen como acrílico orgánico y el acrílico como arcilla escultórica para expandir las posibilidades de la pintura.

Realismos sonoros y ficciones visuales. Eduardo Costa: 1966-hoy propone un recorrido no-lineal, desplegado en las tres salas de la galería, por la carrera del artista tomando como puntos de referencia tres acontecimientos ocurridos en tres espacios tan emblemáticos como dispares: una icónica revista de moda, un tradicional museo de bellas artes y un legendario disco de rock.

La lección de anatomía

“¡No sufran, no sufran, es sólo ficción!”, solicitaba Eduardo Costa a un público que alteraba entre la sorpresa y el asombro ante la disección de cada una de las obras y la posterior exhibición de sus entrañas. Presentada el 22 de noviembre de 2004 en el Museo Nacional de Bellas Artes, La biología de la pintura n.° 2: La lección de anatomía fue una performance didáctica concebida para explicar lo invisible en las obras pertenecientes a un nuevo género desarrollado por Costa desde 1994: la pintura volumétrica.

Denominadas por el crítico y poeta norteamericano Carter Ratcliff, las pinturas volumétricas no solo están compuestas de superficies externas sino también de espacios internos. Una pintura volumétrica de una sandía es verde por fuera, blanca y roja por dentro. Un retrato de cabeza contiene tanto los órganos, músculos y huesos, invisibles al espectador, como así también los rasgos visibles manifestados tradicionalmente en la pintura plana o en la escultura. Las abstracciones geométricas suelen ser monocromas puras, pintadas del mismo color de principio a fin. Sin otra materialidad más que el pigmento acrílico y un ocasional espesante, los volúmenes se obtienen agregando capa sobre capa. Las pinturas volumétricas se liberan de los tradicionales soportes materiales de la pintura y de la escultura para sostenerse en cada pincelada con las estéticas de los modernismos y las vanguardias históricas. Así los pigmentos se disuelven, espesan y solidifican al mezclarse con moléculas constructivistas, neoplasticistas, concretas, perceptistas, minimalistas o “pop”. “Porque las pinturas (volumétricas) son el resultado de una amplia gama de conceptos y legados cuya compleja síntesis proporciona una idea de cómo las pinturas modernistas pueden reformularse productivamente en el siglo XXI” (Alberro, 2001).

De ficciones visuales y realismos sonoros

“La cosa más exciting que he visto en los últimos años” proclamó Alexander Liberman, editor de arte de la revista Vogue norteamericana entre 1941 y 1962, luego de su reunión con Costa gracias a la intermediación del galerista Leo Castelli. El 1 de febrero de 1968 se publicó en sus páginas un extraño accesorio: Oreja. Fotografiado y comentado por Richard Avedon y modelado por Marisa Berenson, nieta del icono de la moda surrealista Elsa Schiaparelli y del reconocido crítico de arte Bernard Berenson. Realizado en oro sobre el molde tomado a la modelo argentina María Larreta en 1966, este objeto forma parte de Fashion Fiction I (Moda Ficción 1), junto a otras joyas en forma de falanges y cabellos. Costa buscaba ampliar su audiencia, extendiéndose hacia la mass media de la moda con una estrategia que incluyó ficcionar un producto de lujo como así también valerse de los lenguajes visuales y escritos característicos de estas publicaciones. En los meses posteriores a su aparición impresa el objeto se transformaría en varias joyas verdaderas a pedido de un grupo de lectores de la revista. Oreja es una botella lanzada al mar de los

Eduardo Costa

medios de comunicación que ha sido y continúa siendo referente y fuente de inspiración. Dentro del propio campo de la moda es convocado en 2019 por Gucci y su director creativo Alessandro Michele, quienes producen una versión prêt-à-porter y que nuevamente sería destacada en la revista Hasper’s Bazaar esta vez cubriendo la oreja de Serena Williams fotografiada por Alexi Lubomirski. También en el campo del arte varios artistas la han citado como es el caso de la obra Sin título, 2021 fotografía de La Chola Poblete donde la artista adopta la misma posición y encuadre de la foto de Berenson y reemplaza la materialidad del oro por la del pan; con esta operación “la joya prostética adquiere su carácter de lujo, no desde el brillo del metal, sino desde el calor hogareño del pan” (Martínez Depietri, 2021). Paralelamente Costa continúa explorando el lenguaje oral, el realismo etnográfico, el sonido y las posibilidades de la grabadora estereofónica en su búsqueda de nuevas materialidades y medios. Este camino había toma cuerpo por primera vez en 1966 en el proyecto Poema ilustrado para la exposición El Poema y su sombrura, curada por Mercedes Álvarez Reynolds en la Galería de Arte Joven de Radio Municipal; encontrando en este ready made oral una memoria objetiva y exterior al artista superadora de la fotografía en su posibilidad de lograr un mayor realismo, inaugurando otro nuevo género: la literatura oral. En 1969 produce junto al artista John Perreault la antología sonora Tape Poems, una cinta que incluye el trabajo de quince artistas y poetas de América Latina y Estados Unidos acompañada de un manifiesto redactado por ambos. Para los autores “las obras existen íntegramente en términos de fenómeno auditivo, más que en términos de sistemas visuales de signos, comenzando así un nuevo arte de la grabadora que tiene en común con la literatura escrita el hecho de que se refiere al lenguaje real” (Costa-Perreault, 1969). “Mientras que Oreja había materializado la anatomía de la recepción del sonido-lo auricular con lo auditivo-Tape Poems se enfocó en el almacenamiento material del sonido fuera del cuerpo” (McEnaney, 2016).

Para Costa el lenguaje oral es un inmerso océano histórico en el que permanecerá buceando en el transcurso de su carrera. La aparición de una oreja realizada en oro puede leerse como un homenaje al órgano humano que recibe y decodifica esta ancestral expresión de la cultura, un objeto auricular-áurico-aurático.

Una luna de miel en la mano

“Quiero que escribas una letra para Virus. ¿Pensaste que sea sobre alguna cuestión en particular? Sí, sobre la masturbación”. El 25 de octubre de 1985 se publica el álbum Locura, quinto trabajo de estudio del grupo Virus, el más exitoso de la banda en ventas y el preferido de su líder Federico Moura. Costa es el autor de la letra de Una luna de miel en la mano. Inspirado en la obra teatral ficticia Everyman His Own Wife Or, A Honeymoon in the Hand: A National Immorality in Three Orgasms (A cada hombre, su propia esposa o, Una luna de miel en la mano: una inmoralidad nacional en tres orgasmos) imaginada por el personaje de Buck Mulligan en Ulises la obra más famosa de James Joyce.

Algunas obras realizadas en diferentes etapas en la producción de Costa contienen el cuerpo masculino como tema o como fuente de materia plástica. De carga sexual ambigua, sutil y poética, estas obras recurren al torso, a los genitales, al semen para ensayar nuevos géneros dentro del arte. Un rectángulo blando y sinuoso junto a un cilindro erecto constituyen una pintura pornogeométrica, las eyaculaciones son gestos de un informalismo orgásmico sobre el lienzo, las perforaciones sobre los bastidores se asemejan al espacialismo à la Fontana. Bajo la luz de una luna de acrílico color miel una mano que sostiene un pepino, un rollo de papel higiénico y una pequeña libreta con un poema escrito por Costa en su adolescencia, componen un bodegón íntimo capturado minutos antes de la autosatisfacción, un momento mori que preanuncia la petit morte.

Joaquín Rodríguez Buenos Aires,

11 de octubre de 2023.