Orientarse es un hotel de paso
Santiago Villanueva
La orientación es una de las palabras que mejor puede guiarme para recorrer los diferentes momentos de la obra de Oscar Bony (1941-2002). Un inclinarse hacia un lado y hacia el otro, como la sensación del inicio de una caída y, al instante, la recuperación de estabilidad. Esa sensación de coqueteo, de insinuarse, de presentarse sin desarrollar, fue un comentario para cada momento: la tendencia es el lugar más contradictorio para habitar, pero también el propio de una voz que puede ser intensificada. Bony vio así un minimalismo, un conceptualismo, una pintura, una fotografía. Un modo para cada momento, vanguardia fue para él, también, escaparle a la idea de un estilo personal.
Bony hablaba de la discontinuidad en su trabajo, de un fragmento de discontinuidad. Rescataba la posibilidad de no elegir, de quedarse en el estadío de la duda, de no avanzar, de proponer y detenerse. En este sentido, su producción tendía a una idea de vanguardia pasiva, donde la llegada al punto de intensidad y concepto, eran al mismo tiempo, el momento para abandonar: naufragar en muchas direcciones a la vez. Decía que esa misma sensación era la que le producía Buenos Aires: una casa española, una construcción francesa, una del modernismo del 50, una posmoderna. La definía como un cambalache. Algo de todo esto seguramente tomó del concepto de “caos” de Luis Felipe Noé. “Yo era un salame romántico que se creía en Fontainebleau. Las fotos que muestro me emocionan de verdad, ese chico desamparado, flaquito y enojado es Bony”, dice en una entrevista con Julio Sanchez en 1993. Su palabra contrasta con la seguridad del desarrollo de su obra de finales de los años 80 y de la década del 90. La precisión de los disparos, la conceptualización objetiva en algunas de sus apariciones, contrastan con la vuelta a una imagen idealizada y romantizada del artista, que abraza y piensa alrededor de la muerte y, sobre todo, del suicidio.
Cuando Marcelo Pacheco inició su texto para el catálogo de la exposición de Bony en Malba[1] decía: “Trato de orientarme”. Parece un comienzo desde la nubosidad de no llegar nunca a una conclusión o una hipótesis clara, a una certeza que identifique un cuerpo de obra extenso, que abarca varias décadas, como una totalidad o una coherencia. Me gustaría pensar acá, en esa misma línea, su trabajo como un conjunto incoherente, que también me lleve a afirmar a la vanguardia como decepción. También pienso que la capacidad de orientarse y desorientarse fue en Bony una posibilidad de inventar un método. Las obras que ocupan los últimos años de su vida me permiten revelar algo de este método, y volver a pensar sus trabajos de las décadas anteriores.
Orientarse puede ser a veces llegar a un material concreto, a una palabra, o simplemente a una acción que se repite. En Fenomenología Queer: orientaciones, objetos, otros (2006), Sara Ahmed se pregunta: “¿Qué significa estar orientado? ¿Cómo empezamos a saber o a sentir dónde estamos, o incluso a dónde vamos, alineándonos con las características de los territorios que habitamos, el cielo que nos rodea, o las líneas imaginarias que atraviesan los mapas?¿Cómo sabemos hacia qué lado girar para llegar a nuestro destino?”. Son todas preguntas orgánicas a Bony, entre las coordenadas geográficas de un cielo, hasta la intención de encontrar un sentido objetivo a su práctica bajo la necesidad de permitirse nuevos comienzos. Ahmed habla de lo familiar como un modo de sentir el espacio y cómo se imprime en los cuerpos. Bony había trabajado algo de esta sensación en algunos de sus proyectos de la década del 60, acercamientos entre el conceptualismo y el minimalismo, pero siempre enfocados en entender un espacio. Lo familiar es la configuración del efecto de la vivencia, que mide el alcance y el contacto con los objetos. Acercarse es un modo de reorientar lo familiar. Ahmed también habla de la migración como un proceso de desorientación y de reorientación, algo que podría extenderse más allá de la obra de Bony, a los movimientos o desplazamientos entre las diferentes ciudades en las que vivió o visitó, remarcando la idea de viaje como un estadío permanente en la formación y apertura de un artista. Ese desplazamiento de cuerpos que se van y que llegan determina modos de habitar y pensar los espacios. El movimiento o la migración es la sensación de lo que no es estable, y en ese sentido podría pensarse, más allá de una localización geográfica, la obra de Bony como una práctica migrante. Ahmed refiere a ese espacio que cae: “Cuando una cosa está desalineada, no es solo que esa cosa parezca oblicua, sino que el mundo mismo puede parecer inclinado, lo cual desorienta la imagen e incluso desplaza el cuerpo.” En una obra de 1984 Bony ya había torcido el plano de un cielo pintado, que desde el ángulo inferior derecho se unía de un hilo a una pequeña barca. Así lo hizo también en una serie de obras del año 1992 y 1993, titulada Serie de memoria, donde los usos de la fotografía aparecen desde la ampliación, manipulación y puesta en escena con otra serie de objetos. Para Bony, la fotografía siempre fue el espacio de mayor seguridad para desorientarse, para perderse. Orientarse es un hotel de paso. Bony pensaba la práctica artística como un hotel de paso[2], y el artista como “artista-visitante”, donde no hay sensación de pertenencia.
El cortometraje Submarino amarillo, que Bony filma en 1965, invoca algo de la sensación de mareo propio de estar desorientado. Un grupo de jóvenes, entre los que se encuentran Pablo Suárez, Roberto Jacoby y su primito, corren desnudos por las playas de Villa Gesell sin un destino aparente, sólo como un simple juego entre sus cuerpos que evoca una despreocupación y un erotismo adolescente. La naturaleza reaparece en muchas imágenes de la obra de Bony: en sus conocidos cielos de los años 70, pero también en obras como Naturaleza muerta, de 1996, y La telaraña, de c.1998, donde los disparos se producen sobre fotografías de paisajes, posiblemente de Corrientes o Misiones. Aparece la imagen de la telaraña, que no solo puede pensarse particularmente para está imagen, sino para todos los Suicidios y Fusilamientos. La contemplación de la ausencia 3, de 1997, presenta nuevamente un paisaje de playa, donde aparecen las siluetas de tres personas. Bony interviene la imagen con perforaciones con fondo de terciopelo, generando una línea zigzagueante sobre el cielo, y confirmando su hipótesis de que los tajos de Lucio Fontana deberían haber sido horizontales, como la línea del horizonte pampeano. La obra de Bony está plagada de signos de puntuación reconfigurando constantemente la imagen, molestándola y volviéndola más receptiva.
En 1959 Franco Di Segni, artista y discípulo de Enrique Pichon-Rivière, publicó un libro muy particular para pensar la relación entre cultura psicoanalítica y el análisis de una obra de arte. En Muerte y destrucción de un cuadro de Sammer Makarius, Di Segni interviene la tela desde la presión analítica, desde la insistencia en dar vuelta, volver a mirar: arruinar con los ojos. Pienso en este libro, este método, para volver a mirar a Bony. La interpretación, la toma de conciencia, la construcción de una red de coherencia es lo que atraviesa un gesto; no el disparo, no la perforación, no el punto. Di Segni le propuso a un grupo de personas reunirse periódicamente para encontrar en una tela de Makarius, otras interpretaciones posibles que la desliguen de aspectos vinculados a la propia tradición y código de la historia del arte. La insistencia en la imagen permitía acercarse a un mismo lugar con otras palabras, donde la experiencia colectiva tomaba una forma diferente con el paso del tiempo. El fin era ensayar un vocabulario que proyecte una perforación y que atraviese el lugar común en el que podía permancer la obra.
Un disparo marca una distancia entre lo que el artista decide hacer y lo que puede provocar. Una distancia entre intención y marca. El espacio “importante” en los fusilamientos y suicidios de Bony es la trayectoria del proyectil. El borde no es el marco, sino el hecho de que las obras se puedan pensar de adentro hacia afuera. El centro de la imagen, donde la bala perfora, es el borde, y los límites de la obra son sus centros. En plural, porque construyen, variablemente, la posibilidad de contener información espacial, formal, de valor económico y de clase. El faltante es ese borde, la perforación. Lo que desaparece de la imagen es un punto, que no altera una lectura posible, solo impacta interpretaciones. Bony nos distrae con las posibles lecturas metafóricas que la repetición produce al ver su trabajo, la literalidad genera un tiempo de detención, de pausa, para pensar todas las estrategias posibles para salir de ella. El espectador que llega a una lectura personal es el que olvida la acción y el efecto para concentrarse en la distancia.
En una entrevista de 1994 con Hernan Ameijeiras, Bony confiesa que le afectó la muerte de Liliana Maresca, ocurrida ese mismo año, a pesar de que no eran muy amigos ni se frecuentaban mucho en espacios comunes. Bony fotografió su entierro, que fue como una performance, a modo de homenaje. Maresca había fallecido luego de ser portadora de VIH y de enfrentar un frágil estado de salud en los últimos años de su vida. Es un año antes que Bony comienza a realizar sus Suicidios y Fusilamientos, y el mismo año que Miguel Harte realiza la obra Aspiradores de superficie: una chapa de aluminio con una superficie de formica a su alrededor, con unos seis agujeros de los que supuraban pequeñas gotas de resina poliester. Las perforaciones sobre aluminio de Harte coinciden con las perforaciones sobre vidrio y fotografía de Bony, aunque el imaginario del primero se concentró, en los años posteriores, en el agujero como un espacio de entrada y salida, con cierto tinte sexual más que violento, como pequeños gloryholes de fantasías.
En 1996 Federico Klemm dedica uno de sus programas de El banquete telemático a la exposición Fusilamientos y suicidios,que Bony realiza en su Fundación. Klemm, entre aceleradas e interrumpidas descripciones, refiere a la vestimenta de los personajes de la obra La familia obrera, del año 1968: “Todas las clases se emperifollan de la mejor manera posible frente a un acontecimiento social, tanto como la masa obrera festejaba a Perón o cuando se presentaba frente al zar de Rusia, y más todavía para exhibirse en público, lo cual no desvirtúa su identidad social”. Klemm conecta momentos, le importa más la superficie de las cosas y es por eso que arriesga. De repente dice “Un arma en manos de un imbécil puede transformarlo en un asesino, un arma en manos de un artista puede producir un hecho creativo”. Acto seguido mira a cámara, apunta y dispara, rompiendo el lente y simulando la acción del mismo Bony. Ya sentados en el sillón del “privado”, Bony confiesa que “hace falta sentirse un niño para poder hacer cosas tremendas”, piensa en la idea de juicio y en sus obras como una situación de época: “En una sociedad que se descompone, en un fin de siglo que llega demasiado rápido, me parece necesario terminar con el posmoderno, terminar con el light, y afirmar”. “Bueno, el light está medio terminando…”, contesta Klemm. “Por suerte”, sentencia Bony. Ese mismo año, en el catálogo de la Bienal del Mercosur, se refería a los impactos de sus disparos: “Como se haya roto, así queda”. La acción de Bony tiene precisión, pero también una imposibilidad de ocultamiento; cada disparo es una marca imposible de borrar en la obra. Cuando un año después, en 1997, realiza La barrita de Quilmes y La familia del barrio, parece dispararle a su propia familia obrera. Es casi un arrepentimiento, un fusilamiento hacia el propio gesto de décadas pasadas, donde aparece el sentimiento de humillación y el abuso de poder, como remarca Pacheco. Ese año, las salas del Centro Cultural Recoleta inauguraron una exposición que cerraba también, pero de otro modo, una década repleta de consecuencias nefastas para nuestras vidas, y que veríamos con más fuerza en los años que seguían. Era “El tao del arte” de Jorge Gumier Maier, que abría mientras Bony concretaba esta serie de fusilamientos que imprimían nuevos sentidos al conjunto de su trabajo anterior, como un ouroboro que poco a poco
[1] OSCAR BONY. El Mago, obras 1965-2001. Malba-Museo de arte Latinoamericano de Buenos Aires, 2007. Curador: Marcelo E. Pacheco.
[2] La idea de “hotel de paso” surge de conversaciones entre Marcelo E. Pacheco y Oscar Bony.